Y
tú me miras. Y yo te miro. Y nos miramos como dos adolescentes que se atraen
tal cual un juego de niños que se engrandece con el paso de los gestos. No hacía
falta hablar en esa noche compuesta por la complicidad vigilada. Miradas y más
miradas desde una sana perversión que intentaba evitar el juego de ser
descubiertos.
¿Qué
buscaban ambos en ese cruzamiento alzado hacia la profundidad de un mensaje
mudo?
Eran
palabras invisibles que mostraban la confianza mutua y un sinfín de deseos de
tenerse. Miradas como aquellos momentos que quedaron impregnados en un papel
blanco bañado por lágrimas de emoción. Miradas de ayer y momentos de otros días
imborrables.
Y
allí estaba ella, siendo admirada por él
y diciéndole con palabras mudas el gran ser que había detrás de aquellos ojos
brillantes que miraban embelesados al ser que ama.
Cuanto
que dar en ese instante y cuando deseo guardado. Había en ese instante una
prohibición explícita de entregar todo el amor al hombre mirado con destellos
de grandeza. Y yo te digo amor mío, no gastes esos deseos en otra piel y
guárdalos en el cofre de la espera para ofrecérmelo cuando te rodee con mis
brazos y no con mis miradas. Espérame. No desesperes que tus deseos son los míos.
Mujer
con bondad, inundada de amor para dar. Pero para dar sólo a él. En esta
historia inacabable nadie tiene el derecho de la participación.
Y
yo suspiro hoy, tras una madrugada en la que buscaba desesperadamente el
recuerdo de esas miradas cruzadas en la noche que quedó impregnada de puro
deseo por hacerte mía.
Paco Morán (18-6-2011)
El poder de la mirada es tan inmenso
como el de la palabra