Todavía recuerdo amor, cuando
en mi niñez pintaba un corazón y en su interior escribía nuestros nombres. Con
el arco surgido de mi fantasía, siempre
lo atravesaba con la flecha del anhelo. Mi pupitre estaba lleno de corazones y
flechas. En la adolescencia, mis deseos de tenerte eran los mismos. El juego de
ensueños infantiles se tradujo en un deseo real de verte junto a mí con el paso
del tiempo.
En
las paredes del instituto seguía pintando corazones y escribiendo tu nombre
dentro. Continuaba disparando certeras flechas que hacían derramar lágrimas de
sangre cuando tu nombre estaba dentro del corazón y tú fuera de mi vida. Pasaron los años y mi
conquista de adolescente había sido inútil. Crecí hasta convertirme en un
nómada que buscó vivir cerca del mar y cerca
del desierto de la desesperación. Cada noche miraba la luz que se escondía
detrás del horizonte para ver algún rayo que me condujera hacía ti. Así largos
y eternos años. Con un trozo de madera que el mar me había regalado, dibujaba
en la arena mojada un corazón atravesado por una flecha. Mi esperanza dibujada
en la arena no duraba mucho, ya que el mar se negaba a dejarlo mucho tiempo
sobre mis pies descalzos. Las olas se acercaban a la orilla para destrozar mis
continuos dibujos. Los borraba tal vez para ayudarme a dejar mi pertinaz lucha
de conquista.
Me enfadé con el mar por lo
que me hizo y decidí marcharme de allí. Me fui a la montaña para ver los copos
de nieve cubrir las cimas. Una casa de madera me refugiaría del crudo invierno
y me apartaría de la despiadada realidad. Nevó muy pronto. Sobre la nieve caída
dibujé un nuevo corazón con una flecha que enrojeció el manto blanco de la
nevada caída durante el invierno.
Mucho tiempo ha pasado y hoy
desde la radio sigo mandando mensajes de amor, dibujando en el aire con mis
palabras, una flecha que lanzo cada noche hasta el centro de tu corazón.
Paco Morán (21-1-95)
La vida me empuja como un
aullido interminable