Remotos
llegan desde alguna parte del mundo. Rebasan con la mirada soñolienta la nada
del horizonte. Se presentan vestidos con colores arrogantes. Utilizan como
banda sonora de sus vidas, la pobre música del infinito. Oyen desde la lejanía
los lamentos que brotan de sus gargantas que se mezclan con el chirrear de las
ruedas de sus carretas. Los cascos de los mulos y burros tiran de ellas.
Todos juntos entran por estos
latifundios en la infancia del siglo XV. Lo hacen con la incertidumbre de saber
cómo serán recibidos por otra cultura divergente. Llegan sin saber lo que han
de buscar para sobrevivir; sin saber si hallarán lo justo y necesario para ser
feliz. La lucha por caminar hacia senderos abiertos se convierte en su máxima y
leal ambición. Mientras esperan, las muchachas gitanas dan de comer a sus crías
en cualquier lugar del camino. Amamantan a los nuevos gitanos con la leche de
sus pechos. Los ancianos guían el camino, dan consejo y forman su respetado
patriarcado. Ellos son venerados por el grupo de peregrinos que buscan vivir en
libertad, a su forma y modo de concebir la vida.
Llegan orgullosos,
peregrinando y a la vez perseguidos. Otean el horizonte con la mirada perdida
para buscar un destino envueltos en la duda de qué precio tendrán que pagar por
pisar los caminos y las tierras de otros.
¿Qué precio han de pagar por
tomar senderos equivocados? Ellos han sido siempre aves de paso, forasteros en
cualquier lugar del mundo. El patriarca del clan escruta entre las grietas del
camino y escudriña lo infinito del paisaje. Piensa que su tribu, aquí como en
cualquier territorio del mundo, no deberá
renunciar a nada que su pueblo, desde su vieja costumbre, llamó
libertad.
Paco Morán
(22-11-95)
Todos nacemos reyes y morimos en el
exilio