Suenan
las campanas del reloj de la plaza. Eran las cinco de la madrugada de un martes
tormentoso. Acababa de levantarme. Había sido una noche inquieta para mí. Me
costó reconciliar el sueño. El presagio de algún infortunio me anunciaba la
inquietud propia del momento. Al salir de mi morada, advertí que el cielo
estaba más oscuro que otros días. Las estrellas estaban apagadas. El viento
silbaba más suave que nunca. A medida que avanzaba la jornada, perdía la mirada
por el horizonte y no veía salir el sol. Me extrañó no oír el concierto de
insectos que cada mañana me daban los buenos días. El mar casi apenas llegaba a
mí sentir auditivo.
Me
dijo una gaviota: “Hoy el día no será hermoso”.
Llegó el ave desde el Puerto de Huelva y se posó en mi hombro izquierdo para
volver a decirme: “Hoy el día te resultará incompleto, imperfecto”. Vi un
amanecer turbio, gris, oscuro y apagado. Era lo que me había anunciado el pájaro
que tanto adorna mi costa azul. Se fue volando con lentitud y la seguí con la
mirada hasta que desapareció por la sombra de lo eterno.
Si
te mueres viejo amigo, ¿qué será de mí? Hoy está triste mi tierra y destrozada
también mi alma. Hoy con tu muerte querido acompañante, he recordado a esos
hombres que admirabas y que llenaron nuestro latifundio de arte y gracia. A
esos, que tantas y tantas veces nombraste en nuestras largas e infinitas
conversaciones, quiero que le entregues todos los vocablos que me distes.
Enrique
Ternero, el más gitano de todos los payos. Por tus venas corría sangre llena de
glóbulos de tristeza. Fue humilde hasta el fin de sus días. Luchó en el ocaso
de su vida con la soledad como insuperable compañera de su angustia. Una
batalla que ni él ni el silencio pudieron ganar. Pero ese viejo amigo presentó
una dura pugna, que le llevó a ser el
héroe de mi leyenda.
Paco Morán (1-6-96)
De arte sólo saben los artistas